He encontrado unos ojos enmarcados por la hierba alta, del mismo color de las agujas del pino que en ella radica.
Me mantengo firme en el intento de no querer querer, pero cuando los momentos se van contando como ángeles que caen, la mente tiembla y golpea ese bulto de músculo que tengo colgado al costado. Pero me he tropezado con otra vida y una barrera que se retuerce en el petróleo porque aún no sabe ahogarse en la memoria y se debate para volver a ser.
Me he tropezado con desiertos y fotos rotas, rincones oscuros y perros cariñosos que esperan su alimento dos veces por semana. Me he tropezado con el miedo de dos, de tres y de cuatro que intentan degollarse los unos a los otros sin saber que son el mismo y se dicen gracias y por favor y de nada y ¿como va? y parece que todo está bien, mientras el deseo moldea estas palabras a su antojo para construir torres de ilusiones que hacen guardia en los picos más altos de las montañas más muertas. Montañas muertas que cercan los valles y devoran su luz para que su latir sea débil y su verde agonice en la humedad de lo que al principio puede creerse un nacer.
El valle de mi sexo sobrevive con la luz apagada, entre sábanas de papel albal y me pregunto que será de mí cuando este mundo con fecha de caducidad se esfume en el aeropuerto de una ciudad cualquiera.
Las olas de mi aliento seguirán rompiéndose contra el acantilado de su boca para que de cada ola quebrada nazca una curva dulce en la piedra de su corazón herido.
El mar es salado porque no puede morir, su piel es de sueños impenetrables, imposibles, irreales y debajo de mi piel, por mis venas rotas corren gotas de mar, sal y sangre que nunca morirán.
Por Tanya Beyeler
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lunes, 24 de diciembre de 2007
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